Así le llamaban... Y decían que nadie en el mundo sabía los cuentos como él.
Era un duendecillo que todas las noches, cuando los niños están todavía sentados a la mesa, subía las escaleras despacito, despacito - pues iba descalzo, solo con calcetines; abría las puertas sin hacer ruido y... ¡Chitón! Vertía en los ojos de los pequeñuelos leche dulce con cuidadito; siempre bastante para que no pudiesen tener los ojos abiertos y, por tanto, verle a él. Se deslizaba por detrás, les soplaba suavemente en la nuca y se quedaban dormiditos.
Diana
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