Cerca había un pequeño bosque.
Le gustaba la historia del rey Arturo y la espada Excalibur.
Un día iba andando por un camino y encontró un pequeño mineral rojo, que había visto en la espada anteriormente citada. En una leyenda, se decía que tenía cinco cristales distintos, con el poder de los elementos: fuego, agua, aire y, por último, la tierra.
Encontró la del fuego, por lo que pensó que podía encontrar la espada mágica.
Poco tiempo después volvió y encontró una cueva con un montón de escritos que mencionaban a un elegido que podía empuñarla. Había un pequeño descenso que llevaba a unas grutas escondidas en el subsuelo.
Se preparó para bajar. Cogió los ganchos y las cuerdas de escalada de su padre y se dispuso a bajar. Cuando llegó, había algo raro: habían aparecido unos nuevos jeroglíficos que enseñaban cómo llegar a la siguiente piedra elemental: la de la tierra. Tenía que superar una prueba. Encontró un pequeño camino y lo siguió hasta una sala sin salida, en cuyo centro había un pedestal con un puzzle, la prueba de inteligencia. Lo hizo sin ningún problema y se abrió por el medio; en su interior estaba la piedra de la tierra.
Decidió que tenía que volver a casa; si no, sus padres se asustarían.
Siguió posteriormente superando otras pruebas que le suponían valor, justicia y agilidad. En la última tuvo que demostrar que era digno de aquel legado: si prefería la riqueza y la mentira, o la pobreza y la honradez.
Vio una piedra grande en la que estaba clavada lo que buscaba, con unas inscripciones raras en las que ponía que era digno de ella.
No era capaz de arrancarla; así que puso cada piedra en su sitio y la espada empezó a brillar, saliendo al primer tirón y llenándose todo de monedas de oro, que no cogió porque había preferido anteriormente la pobreza y la honradez.
Los jeroglíficos volvieron a cambiar: el oro era suyo y tenía que guardarla en un lugar secreto, practicando con ella todos los días para utilizarla por el bien; lucharía contra los malos y defendería la justicia,
Ya en su casa, les explicó todo a sus padres, que lo entendieron perfectamente.
Nicolás Rioboó
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