Era un extraterrestre, bajo, con ojos saltones, sin pelo, de color azul, con dos dedos en cada mano, la parte superior de la cabeza muy grande y la inferior muy pequeña.
Le gustaba comer, leer y escribir, los animales, la vegetación y, por supuesto, jugar.
Era bueno, sociable, amigable, gracioso, comprador y glotón.
En su cumpleaños se quedó dormido. Soñó que se convertía en aventurero y, al despertarse, apareció en una habitación vacía, en cuyo suelo estaba el cubo de Rubik y lo cambió de forma.
Pasó de repente que estaba en un desierto y pensó que tenía poderes esa figura geométrica; pero no era así: ¡Eran los suyos desarrollándose!
Lo movió mucho para ir a casa, no sabía que el objeto se descolocaría y no conseguiría nada: al instante se alarmó. No tenía escapatoria.
Siguió girándolo y tuvo un límite: apareció una puerta, la pasó y vio a sus amigos y familiares. Le contaron que ese era su regalo: cómo controlar sus poderes.
Iker
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